viernes, 2 de marzo de 2012

El Santo

En el medio de la ruta lo dejaron.
Vio alejarse el auto desde el borde que separa el piso del aire.
Respiró hondo y se tomo algunos minutos, segundos u horas para determinar, que sus elecciones estaban eligiendo por él.
Se miró sus manos...
Sus pies...
y los sintió un poco doloridos.

Doloridos como aquel partido de fútbol que jugaron en el campito.
!Qué verde que estaba el pasto!
Cómo era que la naturaleza trabajaba de aquella manera..?

Volvió su conciencia al presente y le pidió a sus músculos que respondieran si era que querían salir de la ruta.
Solo unos pocos respondieron y cuando llegó a la banquina, pudo expresar una sonrisa de agradecimiento.
Se sentó como pudo y eligió una gran piedra que extrañamente habitaba ese lado de la banquina.
Fría, como todo aquello que defiende una causa y rebeldemente se pone en contra de todo aquello que parece reinar a su alrededor.
Recordó la mirada de ella, esa mirada que es difícil sostener, sin pausar con esa sensación que nos recluye en esos raros pensamientos.
Siempre le pasaba lo mismo, era cómo una respuesta automática ante el equilibrio de esos ojos negros.
La dureza en sus palabras, era lo que lo había atraído a sus ideas. A esas ideas que parecían enfrentar el terrible calor que todo llenaba en esa ruta y la hacían sostener esa frialdad.
Fué cuando pensó en las extrañas coincidencias, que se sonrío sobre ella y se lamentó no tener sus cigarrillos.
Los había perdido, en el auto que lo había arrojado a aquel paraje.
Se volvió a sonreír con sus pensamientos y se dió cuenta que no salía de su pasado, que en cada esquina lo esperaba de brazos abiertos, con la mirada perdida en un colectivo, en una hamaca en la plaza, en un balcón, siempre dispuesto, siempre cómodo.
Una puntada en el bazo, le recordó que el presente manda, aunque nos queramos engañar con el juego del tiempo.
Fué en el presente, que vió su billetera en el medio de la ruta, abierta formando una V, en un extraño equilibrio. Volvió a reírse, pero esta vez el presente le acercó la sensación de sus órganos.
Le dolió.
No, como descubrir, que a veces la frialdad es solo eso.

Se volvió a mirar sus pies y esta vez les preguntó. No les pidió.
Es cuando todos sus músculos respondieron que se sonrió al emprender el camino.
Camino caluroso, sediento, pero muy caluroso.


Caluroso como aquella bailanta, cómo aquel baile al compás de los bombos en la tierra del patio trasero del puesto del campo de Ernesto.
Eso era un Sábado a la noche, de esas noches de verano, que son hermosas pasar con la compañía que la vida acerca en el verano.
Fué esa noche, que olvidó esos ojos negros, esa sensación de retener los pensamientos, para lograr que la sensación pase. Todavía la recordaba, al sentir el puntazo que el bazo le reclamaba.
Estaba sangrando mucho, pero la ruta se había puesto un poco más fácil y eso le permitió llegar hasta su Victoria.
La tomó con la mano que se animó a llegar y solo sostuvo lo importante: la foto de ella, su negra de ojos claros.

El tiempo pasó y como esas cosas, todavía dicen algunos paisanos, se lo puede ver al borde de la ruta, en algunas tardes soleadas.
Y cómo dicen los paisanos, pensé en esa hermosa sensación que tanto amaba.

Mi libertad.


Pablo Brand

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